Sentados sobre sus sillas, la noche ha caído hace tiempo. El reloj se aproxima a la medianoche y la cena ha dejado paso a conversaciones ya extintas. Queda apagar las luces y mirar al cielo. Uno de ellos distingue la Vía Láctea; otro señala, dudoso, una constelación de la que no sabe el nombre. El resto de grupos de estrellas, aunque visibles ─el cielo está despejado de nubes, aviones y contaminación─, les son desconocidas.
Alguien avista una estrella fugaz. “Hacía años que no veía una”, comenta.
– ¿Has pedido un deseo?
La pregunta es obligatoria; la respuesta obvia.
“Sí”.
Ahora todos quieren su deseo. O al menos eso dicen: lo que de verdad quieren es disfrutar de un cielo virgen de contaminación, ver y sentir algo que difícilmente pueden ver y sentir durante sus noches en la ciudad.
A los pocos minutos, hay otro avistamiento. Esta vez la mayor parte del grupo la caza. Son estos instantes fugaces los únicos que se atreven a romper el silencio de la noche.
Cuando se dirigen de vuelta a sus tiendas de campaña, han podido contar un total de seis. Mientras se acomodan recuerdan noches de verano donde auténticas lluvias de estrellas caían sobre ellos. Rememoran cómo se sentían. Cómo, sin saberlo, lo echaban de menos.
Qué paradoja que, para ver las mejores luces, a veces tengan que apagarse todas las demás.