El despertador suena cuando el reloj apenas marca las seis de la mañana. Tu primer pensamiento es apagarlo, darte la vuelta y durmiendo. El segundo pensamiento es el mismo: al fin y al cabo ─te dices a ti mismo─ estás de vacaciones.
Pero no lo haces. Apagas la alarma y, todavía somnoliento, te preparas para un nuevo día en África.
Fuera de la tienda hace frío. Está oscuro y necesitas la linterna para encontrar tu chaqueta y ponerte las zapatillas. Unas zapatillas cuyo color original es difícil intuir tras varios días de aventura en el desierto de Namibia.
La ruta comienza donde apenas un atisbo de camino existe. Sin punto fijo ─ ¿acaso el amanecer lo tiene? ─ y sin tiempo establecido. El camino se bifurca, pero decides no elegir ni uno ni otro: la montaña te parece la mejor opción. La ruta se inclina hacia arriba y las rocas cercanas a su parte más alta te ayudan a subir. Aquí ya no vale tener las manos en los bolsillos.
Es al alcanzar la cumbre cuando las primeras luces comienzan a asomar. La suerte hace que encuentres una piedra donde descansar, apoyar la espalda y contemplar el espectáculo natural que se está produciendo ante ti.
Son minutos de silencio, sólo roto por los ─lejanos─ 4×4 que se alejan y el piar de los pájaros de la zona. Tu cabeza ha despejado cualquier pensamiento de tu mente y miras a uno y otro lado: la montaña que acabas de subir; las luces que comienzan a reflejarse al otro lado del valle; el sol, majestuoso, haciendo su aparición estelar.
Tras unos intentos, te das cuenta que ninguna cámara podría captar la magia de ese momento y desistes de seguir haciendo fotos. Vuelves a recostarte sobre la roca, metes tus manos en los bolsillos y abres los ojos todo lo posible.
Es entonces cuando respiras hondo, fijas tu mirada en el horizonte y confirmas que has tomado la decisión correcta al no haber apagado el despertador.